1.10.09

de vita beata

Así las cosas,
decidió que no más,
que le bastaba el crepitar del cielo,
el hondo gris de los cañaverales.
«Los dioses se arrodillan en tu casa»,
oyó decir, y sonrió complacido.
Pájaros en la mano, el silencio de arena
de las horas, la cal embridando los ojos.
La oblea de la vida se fundía en su lengua,
en la sangre tentacular, y era un cansancio
sereno, casi experto,
la raíz de la nieve retoñada en su mano.
Todo viajaba en un carril transigente,
luces que brillan o se apagan según las horas.
Retirado en la paz de estos desiertos,
para qué libros, refutaba,
y luego: para quién.